Diego
era un pequeño, pero gigante saltamontes. Con quince años ya había aprendido a
controlar aquella peculiaridad que le arropaba. Todo empezó cuando era un crío,
su familia vivía en el típico suburbio de una mega ciudad, pero esto no impedía
que Diego tuviera un patio gigantesco para jugar y capturar con toda seriedad
aquellos insectos que trataba como mascotas, a veces los niños de su edad se reían
cuando este llevaba a la escuela una hormiga llamada Fátima o una libélula llamada
Leo. Y su favorito era Víctor. Que hacía mucho tiempo lo había encontrado, pero
luego lo soltó como acostumbraba con todos los insectos. Víctor era un saltamontes
grotescamente verde y gigante para su especie. De todos los insectos, este era
su favorito y el más especial, pero no lo había vuelto a ver.
Fue
una noche donde no había luz cuando Diego salió a explorar, buscaba cucubanos. Que
según le comentaba su abuelo. «Cuando yo era un piojo, me iba al batey de mi
casa y buscaba muchos cucubanos y llenaba muchos potes. Hasta que un día, buscándolos
me encontré con lo que mi papá llamaba “La madre de los cucubanos”. Aquello era
una cucubana enorme, del tamaño de mi puño, desde esa vez deje de coger los
cucubanos.» le contaba el abuelo de Diego. Este que no le tenía miedo a lo que podía
encontrar en aquella noche. Comenzó a buscar por el patio todos los cucubanos
que se le aparecían en la periferia. Al fondo, casi llegando a las acostumbradas
quebradas suburbanas que canalizan para crear estas urbanizaciones, había un árbol
gigantesco y en el tronco había un hueco donde muchas veces se ocultaban sapos
o culebras. Pero aquella noche aquel hueco expulsaba una luz radiante. Era un
intercambio de luces, primero se apreció el verde, luego un tono amarillo que
era sustituido por un violeta y que inmediatamente cambiaba a rojo, para seguir
con otras tonalidades de colores. A Diego le llamo la atención este fenómeno que
ocurría en su patio y fue como gato cazador a ver que se ocultaba en aquel
hueco en la base del tronco. Se encontraba sobre la hierba a unos tres pies de
distancia y las luces se apagaron, cuando pronto escucho unas vocecitas que provenían
de mucho más abajo, pensó que estaba soñando, pero saco una lupa que tenía y
pronto supo de dónde venían las voces. Un grupo de lo que se podría llamar
humasectos, le gritaban para que no continuara asustando a los insectos. Este quedo
paralizado, pero no de miedo, sino de curiosidad. Pronto sintió un pinchazo en
la mano, era uno de los pequeñines que le introducía una lanza entre medio de
los dedos. A continuación cerró los ojos e inmediatamente cuando los abrió, se encontró
con que se había convertido en una especie diminuta. Desde allí apreciaba el
mundo con nuevos ojos, todo su patio era del tamaño de la ciudad donde vivía,
el árbol parecía ser un inmenso rascacielos de esos que hay en Nueva York. Rápidamente
el grupo culpable de hacerle aquello a Diego, le sujetaron los brazos y lo
amarraron con unas sogas, luego lo arrastraron hasta el interior del tronco
donde volvían a encenderse las luces de colores. Al entrar a aquel hueco, todo
le pareció magnifico y lo menos que se ocultaba allí, eran sapos y culebras. Allí
lo que se ocultaba era una ciudad llena de insectos y de personas con características
de insectos. Era un mundo glorioso. Los insectos hablaban y los humanos
adoptaron las diferentes formas de los insectos. Algunos tenían ocho patas y
muchos ojos, otros eran largos y marrones, algunos diminutos, pero con mucha
fuerza y otros tenían alas. Todos miraban a Diego de una forma extraña y con
una mirada culpatoria. Lo llevaron hasta una especie de trono hecho de hojas y
lianas, con unas terminaciones hermosas. Allí sentado se encontraba Víctor, rápido
Diego reconoció a su mascota y Víctor hizo lo mismo.
—Desátenlo— Se escuchó decir a Víctor, que
en realidad se llamaba Cleitur. Al ver que los otros no hacían caso. Volvió a
repetir la orden. —¿Acaso no han escuchado?
—Inmediatamente señor. — expresó una chica
con ocho ojos y unas diminutas manos velludas, que se encontraba justo al lado
de Diego.
—Que te ha traído por aquí querido Diego. ¿Así
es que te llamas verdad amigo? — Cleitur se alzó en vuelo y llego hasta donde
estaba Diego.
Ahora parecía más grande a cuando Diego lo había atrapado. No me olvido
de ti, fuiste el único humano que me atrapo y me trato como si fuera uno de
ellos, me acuerdo del nombre que me colocaste. Desde cerca Cleitur era hermoso,
tenía un brillo verdoso, que resplandecía de vez en cuando y sus antenas eran
de un marrón esplendido. Tenía unos ojos violetas y un pequeño bigote color
menta, sus brazos eran extensos y sus dedos eran flacos. Sostenía una especie
de bastón muy hermoso. Estaba hecho de una Ceiba, con unas incrustaciones de
cuarzo que expulsaban unos rayos al momento de tocar el suelo, soltaba una
especie de energía mágica y tenía unos dibujos que Diego aun no entendía, pero
yo sabía lo que significaban. Eran las palabras del hechizo que inicio todo.
—Yo, yo…— Diego tartamudeaba aun
estupefacto de lo que estaba apreciando.
—Tranquilo amigo, no te haremos daño. Te debo
mucho, nunca antes un humano completo me había tratado como tú lo hiciste. —
—Yo solo buscaba lo que mi abuelo decía “La
madre de los cucubanos”—
Cleitur soltó una carcajada que resonó por todos los recovecos de aquel
tronco. —Gorka al parecer eres toda una leyenda. — del fondo de una multitud
que se había agrupado salió una mujer rechoncha, color marrón y con el trasero
encendido dejando a su paso una estela verde. Con un bastón lleno de
caracolillos que resonaban. Alrededor del cuello llevaba una especie de collar
con muchos frascos diminutos.
—¿Y se puede saber porque el joven me buscaba?
— hablo con una voz carrasposa.
—Mi abuelo me decía que usted era enorme y
que solo aparecía cuando molestaban a todos los cucubanos. Yo quería conocerla.
—le dijo Diego.
—Bueno aquí me tiene pequeño. —
—Bueno, bueno. No hagan esperar más a
nuestro invitado especial de la noche. Que ya tendremos tiempo de más para
charlar y conocerlo. Esta noche tendremos ceremonia de iniciación. Así que
vayamos a prepararnos. — Dijo Cleitur y toda la multitud cuchicheó y se miraron
unos a otros, pero ninguno se opuso.
Cleitur se bajó un poco a la altura de Diego
y le susurró al oído. — Hoy serás uno de nosotros, pero tranquilo, no será todo
el tiempo. Te enseñare a controlarlo. Contigo aprendí mucho. —
A Diego no le salían las palabras, acaso
Cleitur había leído su mente. No, no era eso. Es que al niño ya lo habíamos estado
observando y estaba todo calculado.
La profecía comenzaba a revelarse.